miércoles, 15 de septiembre de 2010

Un envidioso envidia algo que puede conseguir, pero un resentido sabe que jamás va a conseguir eso que envidia. Sentir que no pudimos ni podemos lograr eso que queremos genera vergüenza y dolor, un dolor que te va matando. Sentir envidia es creer que uno tiene un derecho, que la vida nos debe algo y que es injusto que se nos niegue. Pero la vida no nos debe nada, tenemos lo que queremos y lo que podemos. Y por todo lo que nos falta hay que luchar. Ahí la envidia se convierte en deseo, y el deseo en motor.
¿Por qué nos sometemos incluso en situaciones en las que podríamos rebelarnos?
¿Por qué incluso cuando por una cuestión numérica estamos en condiciones de rebelarnos no lo hacemos?
Hay dos motores que mueven a la humanidad, uno es el deseo y el otro la envidia, o sea desear lo que sea el otro. Todos tenemos deseos, son el motor de nuestra vida. No es malo tener deseos, pero cuando no alcanzamos lo que deseamos y lo alcanza otro ahí nace la envidia.
Nadie desea lo que nadie desea. Un cuarto lleno de juguetes, dos niños, uno agarra un juguete y el otro por supuesto quiere el mismo juguete. Está en la naturaleza. Hay otra envidia que es mucho más peligrosa: la envida del ser. La envidia del ser es algo tan profundo, tan profundo que a veces no lo podemos ver. Ya no envidio lo que tiene el otro, envidio lo que es el otro.
Los fuegos de la envidia tienen poderes casi sobrenaturales. Son fuegos que pueden arrasar con todo, pero que pueden encender un motor. Un recordatorio de que algo no estamos haciendo para cumplir nuestro propio deseo. Hay que luchar por nuestro deseo, no darse por vencido nunca. No existe fuerza más poderosa que el deseo, es indestructible. Nuestro deseo es el único capaz de apagar el fuego de la envidia.

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